(El
poderoso efecto de un acto de generosidad)
Christopher
Little
Cuando mi esposa y yo llegamos a Mozambique en 1993, ese país estaba
listado por las Naciones Unidas como uno de los países más pobres del
mundo. Si bien ya habíamos conocido en
cierta forma la pobreza, nada nos preparó para aquello que estábamos por
experimentar. Nuestra primera noche en
el país fue de insomnio—gracias a la densa humedad y la cantidad de perros
callejeros. A las dos semanas ya había
perdido 4.5 kilos y en ese tiempo no tenía peso de sobra.
Fuimos
a trabajar entre los Makhuwa, una tribu aún no alcanzada de los cinco millones
de habitantes de la zona norte del país.
Temporariamente nos radicaron en el centro del país dándonos una
oportunidad para aclimatizarnos y comenzar el ministerio. Nuestra tarea fue enseñar en la escuela
bíblica administrada por la iglesia local.
A
medida que fui conociendo a los alumnos y colegas en la escuela, pude ver
rápidamente la disparidad entre su vida y la mía. Yo concurría a la escuela en auto. Ellos, aún con una distancia mayor que
recorrer, contaban solo con sus pies para llegar. Sentí que sería apropiado ofrecer la compra
de bicicletas para los otros dos profesores.
Al mencionarles mi idea, ellos quedaron fascinados. Claro que sin demora, conseguí las
bicicletas, y me sentí complacido al verlos llegar diariamente en su nuevo
medio de transporte. Pero nunca imaginé todo lo que ocasionaría este hecho.
Una
hermosa tarde recibimos la visita del pastor provincial y el tesorero de la
iglesia. Respetuosamente, procedieron a
explicarnos por qué este acto de “generosidad” había resultado un grave error: no los había
consultado antes de entregar las bicicletas.
Su preocupación no era por las bicicletas en sí, sino por los serios
problemas ocasionados en otras oportunidades en que los misioneros habían
repartido obsequios.
Yo
no dudé en disculparme y pedir perdón por el daño que pude haber causado. Ellos fueron muy comprensivos pero
insistieron que en adelante los consultara antes de demostrar a otros mi
generosidad.
En
ese momento, pensé que el problema estaba solucionado. Nada tan lejos de ello: fue apenas su
comienzo. Me comentó un profesor amigo
que las dos personas que me visitaron pidieron que se les entregaran las
bicicletas. Los profesores se
resistieron, diciendo que el misionero “se las había regalado”. Por esto,
fueron primero acusados de testarudos, avaros y desobedientes, y luego
marginados hasta el punto de perder sus cargos en la escuela bíblica.
Heridos
profundamente, mis dos amigos perdieron además toda relación con el
ministerio. Uno terminó dejando la
iglesia, comenzando su propia división denominacional con otras personas que
también estaban en desacuerdo. Se dice
que el camino al infierno se pavimenta con buenas intenciones: yo puedo testificar por experiencia
propia que el camino a las divisiones en la iglesia a veces está pavimentado
con las buenas intenciones de misioneros.
Mi deseo de ser compasivo y generoso sólo había causado más daño que
bien.
Más
adelante fuimos transferidos al norte, a la ciudad de Nampula, para comenzar la
obra entre los Makhuwa. En su
providencia, el Señor nos guió a otra iglesia indígena fundada hacía menos de
diez años. El pastor encargado nos pidió
que organizáramos un proyecto de enseñanza bíblica y formación de líderes.
El
pastor no tardó en orientarme en cuanto a la forma en que debía trabajar entre
su gente. Fue muy claro y directo: no quería que yo
trajera recursos de afuera para trabajar en su iglesia. Pensando en las preocupantes condiciones de
vida de sus miembros, yo cité las palabras de Cristo sobre el entregar no solo
el manto sino también el vestido (Lucas 6.29-30). Nunca olvidaré su reacción: -¡Esos versículos aquí no se
aplican! Su vehemencia respondía a su
vivencia personal de los conflictos desastrosos desencadenados cuando otros
misioneros habían introducido artículos extranjeros, monetarios o no, a la
iglesia local. Él quería hacer todo lo
posible para evitar la corrupción y los celos entre los líderes y la
consiguiente falta de motivación para ofrendar entre los miembros de la misma
iglesia. Para él esto era determinante,
y no valía la pena arriesgar otras opciones.
A
medida que mi esposa y yo empezamos a conocer a los líderes de la iglesia,
hicimos amistad con un hermano en particular, “Bolacha” (“masita” o “biscocho”
en portugués). Él era un testimonio
increíble de lo que significa la fidelidad a Cristo en medio de la adversidad. Él tuvo cuatro hijos, y todos habían
fallecido. Esto sólo ya hubiera alejado a la mayoría de las personas de
Cristo. Su esposa también estaba muy
enferma. Él creía que su dolor estaba
asociado con alguna actividad del demonio.
Sin embargo, él la acompañaba y oraba por ella como un fiel esposo
creyente.
Un
día Bolacha me explicó que hay dos tipos de evangelio en este mundo. El primero, el “evangelio de Cristo”, provee
el perdón de los pecados, la vida eterna, y libera a las personas del poder del
diablo. Este evangelio implica
sufrimiento ya que Cristo nos manda a cargar nuestra cruz y servirlo (Mateo
16.24). El segundo, el “evangelio de los
bienes” (“o evangelho dos bens” en portugués) es el evangelio falso, en el cual
una riqueza material acompaña el evangelio verdadero, “seduciendo” así a las
personas a convertirse en buenos creyentes.
Según
su criterio, el problema fundamental con el “evangelio de los bienes” es que
cuando los bienes se acaban la gente se va. Él decía haber visto denominación tras
denominación importar contenedores de alimentos, ropa, etc, durante las sequías
y el hambre, atrayendo así a miles de personas.
Pero cuando los contenedores dejaron de venir la gente ya no estaba. Él sentía que nuestra iglesia estaba
presentando el evangelio verdadero de Cristo para no confundir a la gente en
cuanto al camino de salvación y el significado del compromiso del verdadero
discípulo de Cristo.
En
el momento no lo tomé en cuenta, pero la experiencia de Bolacha fue similar a
la de Jesús en su ministerio. Luego de
dar de comer a los 5.000 en Tiberíades (Juan 6.1ss) la multitud lo empezó a
seguir. Jesús les advertió “Ustedes no
me buscan por las señales que han visto, sino por el pan que comieron hasta
saciarse.” (Juan 6.26) Por lo tanto, la gente se interesaba en los
bienes del reino sin someterse al rey.
Jesús no lo soportó, y muchos de los que hubieran sido sus seguidores,
lo dejaron. (Juan 6.66)
Todos
los años Mozambique sufre una larga estación lluviosa. Es de esperar que durante este tiempo muchas
construcciones (casas, iglesias) de barro y paja no resistan la lluvia y se
desmoronen. Esto le sucedió una vez al
edificio de nuestra iglesia local. Los
líderes pronto empezaron a buscar estrategias para lograr la
reconstrucción. Querían utilizar los
bloques de cemento, pero no encontraban como financiarlos, así que el pastor
vino a pedir mi ayuda. Pensaba que tal
vez yo podría hacer contactos en el exterior para conseguir los recursos
necesarios; esto es lo que estaban
haciendo otros misioneros en el pueblo.
Habiendo ya aprendido la lección del incidente con las bicicletas, y
recordando las recomendaciones del pastor encargado, tuve que decir que
no. Pero me ofrecí a colaborar con la
reconstrucción en alguna otra manera.
Otro
factor que influyó en mi decisión de negar la solicitud de fondos de afuera fue
una creciente concientización y conocimiento del contexto histórico y cultural
del pueblo de Mozambique. Al estar
colonizados por Portugal durante 500 años, habían desarrollado tal complejo de
inferioridad que se creían realmente incapaces de solucionar sus propios
problemas. Como en muchos otros lugares
de África, Mozambique tuvo una larga y dura guerra de independencia. Al fin lograron desterrar a sus opresores en
1975. Pero de ahí en más, se desató la
guerra fría. Las primeras elecciones
democráticas realizadas estuvieron organizadas por las Naciones Unidas en
1994. Desde entonces, Mozambique ha
abierto sus puertas a toda clase de agencias de desarrollo del exterior y
organizaciones de misiones. Algunos
dicen que esto ha iniciado un nuevo período de neo-colonialismo explotador.
Considerando
este pasado y en espera de un futuro mejor, sentí que era necesario promover la
auto-gestión y creatividad de los Makhuwa.
Sinó, continuarían sintiéndose inferiores e incapaces de cumplir la
voluntad de Dios sin ayuda externa.
De
modo que la iglesia inició su proyecto de construcción. A cada miembro se le asignó el aporte de una
suma de dinero para el fondo común. Yo
contribuí con mi parte como cualquier otro miembro de la iglesia.
En
esos días golpeó a mi puerta un pastor de los Estados Unidos. Su iglesia había realizado una colecta para
ayudar a sus hermanos pobres en Mozambique.
Habían oído sobre el proyecto de reconstrucción y ofrecía pagar el resto
de los gastos. No fue fácil, pero le
dije que no podía aceptar su dinero. Él
quedó atónito. Nunca le había pasado
algo así. Él me contó como el Señor
había guiado a su iglesia en la recaudación, lo había acompañado a él hasta
Mozambique, hasta mí, y ahora quedaba claro que yo era el que estaba impidiendo
que su voluntad se cumpliera. Yo intenté
explicarle que estábamos animando a los creyentes a aceptar el desafío de
mantenerse en pie confiando en que Dios proveerá y cubrirá sus necesidades
mediante los recursos locales.
El
pastor nunca entendió del todo la idea y se fue, boquiabierto y decepcionado.
Aunque
muy lentamente, el proyecto de reconstrucción de la iglesia avanzaba. A cada barrera que se presentaba, ellos
organizaban una vigilia de oración, pidiendo al Señor que actuara. Me habían enseñado en los cursos de
crecimiento de la iglesia que para que una iglesia crezca había que aplicar
algún principio en particular y adherirse a él.
Pero yo aprendí de mis hermanos de Mozambique que hay un principio que
no falla y que Dios siempre honra: el poder de la oración constante.
Fieles
a la iglesia sacrificada, pudieron comprar con el tiempo una que otra bolsa de
cemento, y trabajando juntos por la gracia de Dios, la iglesia quedó
reconstruida, y esta vez más fuerte que nunca.
No solo por los bloques de cemento, sino porque fue construida por
creyentes locales y un extranjero trabajando a la par usando recursos propios
para lograr aquello que Dios puso en su corazón. Tengo total confianza de que hay muy poco que
esta iglesia no pueda lograr en el futuro.
Ojalá hubieran más así.
En
medio de la creciente necesidad de confraternidad internacional en las misiones,
ojalá nosotros, como comunidad evangélica comencemos a ver y afirmar el ingenio
y los dones de las personas que servimos en el exterior. Ojalá sepamos reconocer el poder del Espíritu
Santo que trabaja en nosotros y a través nuestro buscar el uso de recursos
locales para proclamar el evangelio de Jesucristo de una forma que no distraiga
sino que atraiga a todos hacia él (Juan 12.32).
El autor
Chris Little se ha sumado hace poco al personal de “World Mission Associates”
(Sociedad de Misiones Mundiales). Con su
esposa y sus tres hijos, él ha servido durante ocho años con la “Misión de
África del Interior” en Mozambique.
Actualmente vive en La Crescenta, California, completando estudios de
posgrado en el Seminario Teológico Fuller.
Revista
“Mission Frontiers”, diciembre 2000, pag. 25-27
traducción
del inglés: Cristina Horst